sábado, 4 de enero de 2014

Repartiendo felicidad



El otro día viví un encuentro que me recordó por qué este mundo todavía merece la pena, a pesar de la maldad y el odio que lo inundan. Hay personas que hacen del mundo un lugar mejor. 

Tenía que volver a casa y opté por coger un taxi desde el centro de mi ciudad. Me detuve en un semáforo y alcé la mano cuando vi el primer taxi de luz verde. Se paró a mi lado, subí y le indiqué la dirección. Todo parecía de lo más normal, hasta que a los pocos instantes, el conductor de aquel taxi me preguntó si me molestaba la música clásica que tenía puesta. Era la primera vez que un taxista me pedía la opinión sobre lo que sonaba dentro de su taxi. Le dije que no me molestaba en absoluto, al contrario, pues me gusta la música clásica. Pero la cosa no quedó ahí. 

Cuando tuvo clara la ruta que tomaría para llevarme a mi destino, me dijo que él tenía tres detalles con sus clientes, y empezó con el primero, me ofreció un recipiente de plástico que contenía nueces peladas y de muy buen aspecto. Tomé una y al saborearla confirmé lo que mis ojos habían visto, estaba muy buena, en su punto, se lo agradecí. Después me ofreció un segundo recipiente con pequeñas rosquilletas saladas, de nuevo le di las gracias y me comí uno, muy bueno también. Finalmente llegó el tercer detalle, esta vez me ofreció trocitos de chocolate. 

Entonces, empezó a contarme que lo hacía con cada pasajero que llevaba, y que todos, ya fueran españoles o extranjeros, le decían que nunca nadie les había ofrecido nada en un taxi, así que podía considerarse único. Me lo contaba lleno de satisfacción, pero una satisfacción honesta, nada engreída. Me doy cuenta de que me gusta ver a la gente feliz cuando les reconocen algo bien hecho. Y me dijo más, que lo hacía porque le gustaba hacer un poquito más felices a sus clientes, porque le gustaba repartir felicidad, además de que hacerlo, lo hacía más feliz a él. En ese momento fue como si algo cambiase dentro de mí. De pronto, una inmensa felicidad y alegría me invadió. No pude callarme y le dije que sentía que aquel encuentro me parecía un buen augurio para este año que empezaba, y él me deseó fortuna en todo. Hasta nos hicimos una foto, llevaba en su móvil un montón de fotos con clientes suyos, y en todas había sonrisas. 

Es tan fácil hacer feliz a una persona, simplemente con un gesto amable, un breve saludo, una sonrisa que se contagia... y, afortunadamente, hay personas que saben esto y que además lo ponen en práctica para hacer la vida de los demás un poquito mejor allá por donde van. Me siento tan feliz de haber conocido a algunas de esas personas, y de que me hayan ayudado a lanzarme a ser como ellas, a repartir un poquito de felicidad a mi alrededor. 

¿Cómo sería el mundo si nos regalásemos sonrisas los unos a los otros, si fuéramos amables con los demás? Sé que no nos sentimos bien a todas horas, que hay días en que querríamos llorar y gritar, y es complicado sonreír al mundo. Pero incluso en esos momentos, sonreír y contagiar a alguien con tu sonrisa, puede aliviar nuestras propias penas, creo que merece la pena intentarlo. Y si no nos vemos con fuerzas, al menos hagámoslo cuando nos sentimos bien, seguro que el resultado nos animará a no dejar de hacerlo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si has llegado hasta aquí, no lo dudes más, déjame ese comentario que está marinando en tu mente :D te estaré muy agradecida ;)